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Sospechosos Habituales

Hace mucho tiempo en la inhóspita blogosfera una panda de frikis creó Sospechosos Habituales. Desde aquel fatídico día nadie está libre de sospecha. No trates de disimular, si vienes mucho por aquí tu también serás un... Sospechoso Habitual


Stanislaw Lem, un relato (2/3)


Segunda parte del relato que empezó en este post.

(...)
Cuarenta pares y grandes del reino empujaron y arrastraron al heredero del trono por el parque hacia el Templo de los Ensueños, lentamente, pero con constancia, conjugando lo categórico de su acción con el respeto debido a la sangre real. Como el príncipe no tenía la menor gana de ser desenamorado, embestía y pateaba a los fieles cortesanos con la cabeza y los pies. Cuando se logró, por fin, meter dentro al
futuro monarca (se usaron almohadones de finísima pluma para no hacerle daño al empujar), cuando se cerraron las escotillas, Trurl, muy nervioso, conectó el autómata, que empezó a contar con voz monótona: «veinte..., diecinueve..., diez...», hasta que pronunció más alto: "¡Cero! ¡Salida!", y los sincroerotores, cargados de toda la fuerza megamorica, atacaron a la víctima de aquellos sentimientos tan
mal dirigidos. Durante casi una hora Trurl contempló las manecillas de los indicadores, estremecidas bajo la altísima tensión erótica, pero, por desgracia, no observó cambios esenciales. Poco a poco perdía fe en el resultado de la cura; sin embargo, era tarde para cualquier intervención. Lo único que podía hacer era esperar con los brazos cruzados. Controlaba solamente si los gigabesos incidían con un ángulo
adecuado, sin dispersión excesiva, si la flirteadora y los acariciadores funcionaban a revoluciones apropiadas, cuidando al mismo tiempo de que la densidad del campo no sobrepasara la tolerable, ya que no se trataba de que el paciente se transenamorara cambiando el objeto de sus ardores y pasara de Amarandina a la máquina, sino de que
se desenamorara totalmente. Por fin se abrió la escotilla en medio de un silencio lleno de solemnidad. Una vez desenroscados los grandes tornillos que la cerraban herméticamente, del interior oscuro del Templo se deslizó fuera, junto con una nube de aroma exquisita, el inanimado cuerpo del príncipe, cubierto de pétalos de rosas
marchitadas por la terrible concentración de la pasión amorosa. Los fieles servidores acudieron presurosos para socorrerle, levantaron en brazos al desmayado y vieron cómo sus labios exangües dibujaban, sin voz, una única palabra: «Amarandina».
Trurl se mordió la lengua para no soltar un juramento, porque comprendió que todo había sido en vano, que la loca pasión del príncipe había resultado en la prueba crítica más poderosa que todos los gigamores y megabesos del mujerotrón juntos. Por lo demás, el amorómetro, aplicado a la frente del enfermo, subió al momento a
ciento siete grados, luego se rompió y el mercurio se desparramó temblando con congoja, como si él también fuera presa de unos sentimientos bulliciosos. Así pues, la primera prueba dio un resultado nulo. Trurl volvió a sus apartamentos de un humor negro como el azabache. Si alguien le hubiera espiado, hubiera visto cómo deambulaba
incansablemente por la estancia, devanándose los sesos en busca de una solución. Mientras tanto, se dejó oír en el parque un alboroto de voces. Eran unos albañiles que habían venido para reparar el muro del cercado y, empujados por la curiosidad, se metieron dentro del mujerotrón y se las arreglaron, no se sabe cómo, para ponerlo en marcha. Hubo que llamar a los bomberos, ya que salieron ardiendo de
amor.
En la prueba siguiente, Trurl aplicó un equipo distinto, compuesto de una deslirizadora y un dispositivo trivializante. Sin embargo, digamos en seguida que este segundo intento fue también un fracaso. El príncipe no solamente no se desenamoró de Amarandina, sino que su pasión creció todavía más. Trurl volvió a andar varias millas en sus apartamentos, leyó hasta altas horas de la noche libros de texto especializados en la materia, hasta que los estrelló contra la pared y
al día siguiente pidió al Magnate Hojalatero que le proporcionara una audiencia con el rey.
Una vez admitido ante la Majestad, dijo:
—¡Alto Señor y Soberano, Graciosa Majestad! Los sistemas desenamorantes, aplicados por mi, son los más poderosos que puedan pensarse. Tu Hijo no se desenamorará mientras conserve la vida. Esta es la verdad que debo al Trono.
Guardó silencio el rey, abrumado por la terrible nueva. Trurl prosiguió:
—Por cierto, podría engañarle, sintetizando a Amarandina según los parámetros de los que dispongo, pero, tarde o temprano, el príncipe se daría cuenta del artificio si le llegaran noticias sobre la vida de la verdadera hija del Emperador. Por tanto, sólo queda un camino: ¡el Hijo del Rey debe casarse con la Hija del Emperador!
—¡Ah, digno extranjero! ¡Aquí está el quid de la cuestión! ¡El Emperador no la dará
nunca a mi hijo!
—¿Y si fuera vencido? ¿Si tuviera que pactar, pidiendo clemencia al vencedor?
—¡Oh, entonces sí, desde luego! Pero ¿cómo quieres que yo precipite dos grandes estados a una lucha cruenta, siendo, además, inseguro su resultado, para conseguir la mano de la princesa para mi hijo? ¡Eso no puede ser!
—No esperaba otra decisión por parte de Su Majestad —dijo serenamente Trurl—. No obstante, hay varias clases de guerras, y la que yo proyecto es todo menos cruenta. No atacaríamos el país del Emperador con las armas. No quitaríamos la vida a un solo ciudadano, ¡sino todo lo contrario!
—¿Qué significa esto? ¿Qué está diciendo vuecencia? —exclamó el rey, pasmado.
A medida que Trurl iba confiando sus arcanos al oído del rey, el rostro del monarca, hasta entonces adusto, se serenaba lentamente. Al final, éste exclamó:
—¡Haz, pues, lo que te propones, querido extranjero, y que el cielo te ayude!
(...)


Continará...

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Sospechoso: (Denúnciame)

Fichado el día 18 febrero 2006 a las: 19:31


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